Emile Dubois, el perfecto asesino en serie que asoló a Valparaíso

Dentro de la historia del crimen chileno, junto con asesinatos como el de la legación Alemana, hay un homicida cuyo nombre se repite en forma constante, no solo por la brutalidad con que cometía sus crímenes, sino porque tenía una suerte de obsesión por formar la forma de la cruz con los cadáveres de algunas de sus víctimas.

Se trata de Emile Dubois, seudónimo que utilizaba en Chile el francés Luis Brihier Lacroix (“la cruz”, en español), quien nació en 1868 en Etaples, de acuerdo con la excelente biografía que sobre él escribió el periodista Abraham Hirmas, que se puede leer gratis aquí, gracias a Memoriachilena.

Según relata Hirmas, Brihier tuvo una infancia bastante miserable, que transcurrió básicamente ayudando a su madre a atender una cantina. Ya adolescente y comenzando a explorar la vida, inició una relación con María Rosa, una jovencita que era hija de un expolicía de muy mal genio. Cuenta la historia que cierto día este los sorprendió en medio del campo manteniendo relaciones sexuales, ante lo cual, enardecido, atacó al joven.

Este se defendió con un garrote que solía portar. De un golpe dejó tirado en el suelo al padre de la muchacha y, sin saber si este se encontraba vivo o muerto, decidió huir.

Para ello, escapó hacia otra zona de Francia, con el fin de trabajar en las minas de carbón, en las cuales comenzó a ocupar el nombre de Emile Dubois.

Permaneció dos años en ellas, ganando fama de peleador y de un hombre peligroso, que gustaba de jugar con puñales y armas filosas de todo tipo.

Cierto día, un intercambio con su jefe culminó en una pelea a golpes. Haciendo honor a su mala fama, Dubois extrajo desde sus ropas un puñal, pero el mayordomo de la mina (que ese era el cargo de su rival) fue mucho más rápido, se lo quitó y dio por terminada la pelea.

El primer homicidio

Sin embargo, Dubois no era alguien que diera las cosas por concluidas con tanta facilidad.

Como a las dos semanas del incidente, el mayordomo es hallado muerto en la cancha de metales, con los brazos en cruz, el rostro al cielo y un hoyo profundo en el corazón”, relataba Hirmas.

Ante ello, decidió escapar una vez más. En Arras fue detenido por el robo de una maleta y cuando finalmente quedó en libertad, se subió a un buque con destino a América. Ya tenía papeles a nombre de Emile Dubois. Recorrió Venezuela, Panamá, Colombia, Ecuado y Perú.

En Boyacá, detalla su biógrafo, conoció a una corista, Ursula Morales, de la cual se enamoró, pero no lograba captar su atención. Se convirtió en amante de Catalina, otra chica del mismo elenco, y así se inició un curioso triángulo amoroso y delincuencial que se extendió por varios años. Como dice Hirmas, Catalina no solo era su amante, sino que además las ofició de celestina, convenciendo a Ursula de iniciar una relación con Dubois.

Ya iniciada una relación entre los tres, se fueron a vivir al pueblo de Sogamoso, donde se hacía pasar por veterinario, aunque la verdad es que vivían del dinero que Dubois le había robado a un latifundista local, y de algunas clases de francés que brindaba.

En eso se encontraban, cuando estalló un conato revolucionario. Sin tener nada que ver, Dubois se sumó al bando de los rebeldes. Debutó como teniente, pero pronto ascendió a capitán, haciéndose famoso por el despotismo que con trataba a los soldados, a uno de los cuales mandó a matar de 500 latigazos, por una falta menor.

Una vez acallada la revolución, los tres se movieron a Guayaquil, pero Catalina los abandonó en esa ciudad. No quería ser más la tercera rueda del coche y estaba, además, cansada de los malos tratos a que las sometía Dubois.

Este, en tanto, no se quedó quieto y viajó por distintas partes diciendo que era ingeniero en minas y también buscando negocios, pero en todo le fue mal. Finalmente, Ursula consiguió trabajo de camarera en un hotel de Lima.

Allí, ella conoció al gerente de las minas de Huanchaca, en Bolivia, y le contó de su pareja. El ejecutivo le ofreció trabajo y ante ello viajaron a Bolivia. Ella se quedó en Oruro, mientras él viajaba semanalmente a la mina. Pasó algún tiempo sin incidentes hasta que una tarde, solo para mostrar su fuerza ante varios otros mineros, Dubois decidió matar un caballo a estocadas, rajándole el pecho.

Ante tal brutalidad, otro minero, de apellido Martini, lo denunció con los jefes. Luego de recibir una advertencia, Dubois las emprendió contra el denunciante. De noche, ingresó a la cuadra donde dormía Martini, listo para asesinarlo de una puñalada, pero se llevó una violenta sorpresa. Martini lo esperaba con un revólver cargado, así es que lo repelió a balazos, aunque sin herirlo.

El descuartizado

Por supuesto, Dubois fue nuevamente denunciado. Justo al mismo tiempo, un ingeniero, de apellido Neira, anunciaba que dejaba la mina, pues debía viajar a Lima. Dubois, que sabía que Neira manejaba mucho dinero, decidió renunciar a su trabajo y partió a buscarlo a la capital de Perú. Lo encontró y lo convenció de regresar con él a Oruro, diciéndole que tenía una amiga espectacular para él. Se trataba de Catalina, la cual, pese a haber escapado del lado de Dubois y Ursula, finalmente había llegado también a Oruro, donde se había empleado en un prostíbulo.

Neira cayó en la trampa. Se juntaron todos en la casa de Dubois y, mientras el hijo que habían tenido con Ursula (niño nacido en 1903) dormía en una de las habitaciones, los cuatro se pusieron a beber, aunque se preocuparon de que quien más tomara fuera Neira. ¿Adivinan? Claro: lo dejaron inconsciente de tanto alcohol, tras lo cual le robaron 20 mil soles, su reloj, una cadena de oro, unas cuantas libras esterlinas y un revólver.

Después de ello, lo desnudaron, sobre un colchón. Dubois se preocupó muy bien de formar una cruz perfecta entre su cabeza, el resto del cuerpo y los brazos extendidos en 180 grados, tras lo cual le asestó una única puñalada sobre el corazón. Neira ni se movió.

Luego, los tres cómplices lo descuartizaron e hicieron paquetes con las distintas partes del cuerpo de la víctima, los que fueron diseminando por distintas partes de la ciudad.

En Chile

Una vez más, Dubois huyó, esta vez con destino a Antofagasta. Allí se confeccionó algunas tarjetas que decían “ingeniero en minas” y estuvo a punto de cobrar unos vale vista que le habían robado a la víctima, pero se enteró a tiempo de que Ursula y Catalina estaban detenidas por el crimen de Neira.

Así las cosas, decidió irse más al sur, llegando a Valparaíso, por aquel entonces el puerto más importante del pacífico sur.

En dicha ciudad se instaló en una pensión y se gastó el dinero que había robado a Neira, jugando a las cartas. Casi en la ruina, consiguió algo de dinero prestado con el dueño de la pensión y se fue a Santiago, a una pieza de un hotel de mala muerte en calle San Diego.

Desde allí, envió un telegrama a su esposa, en el cual le decía que, si lograba salir en libertad, se fuera a Chile. Como precaución, firmó con su nombre real, Luis Brihier.

En Santiago se hizo amigo de otro francés, Ernesto Lafontaine, quien poseía un local comercial. Mientras eso sucedía, Catalina y Ursula quedaban en libertad en Oruro. Siempre negaron cualquier participación en los hechos y finalmente el juez decidió enviarlas a la calle.

Ursula juntó dinero y viajó a Valparaíso. Dubois le ordenó que se reuniera con él en Santiago. La joven no tardó en encontrar trabajo en una joyería de calle Ahumada, lo que le daba tiempo a Dubois para preparar su próximo golpe.

Este llegó de forma inesperada. Cierta tarde, pasó a ver a Lafontaine a su negocio, y vio como este “saca de su escritorio fajos de billetes que deposita en la caja de fondos. Dubois se excita. Le martillean las sienes. Piensa en lo que haría con esa fortuna en sus bolsillos”, escribiría después Hirmas.

Al día siguiente Dubois compró plomo, un tubo de fierro y cuero. Llegó el tubo con el plomo fundido y luego lo forró con el cuero. Tenía un laque perfecto, un arma pesadísima y con buen agarre para su mano, capaz de destruir cualquier cráneo. Para no despertar sospechas, al interior de su chaqueta cosió una presilla, gracias a la cual podía colgar allí el laque, sin que se notara.

Luego de rondarlo un par de noches, el 7 de enero de 1905 por fin se decidió. Cuando ya no quedaban clientes, entró al local y le dijo que estaba desesperando, que necesitaba dinero para su esposa y su hijo enfermo.

Lafontaine no dudó en ayudarlo. Se dio vuelta para abrir la caja fuerte y en ese preciso momento Dubois le pegó con el laque en la nuca, pero no lo mató de inmediato. La víctima alcanzó a gritar, por lo cual el criminal lo golpeó de nuevo, esta vez en el lugar correcto, causándole una fractura de cráneo y una muerte inmediata.

Antes de pasar a la caja fuerte, le robó su reloj, un Waltham, y aprovechando que la caja había quedado abierta, se lanzó a su interior. Para su decepción, solo había mil pesos, lo que era una buena suma para la época, pero él esperaba mucho más.

Enrabiado, decidió marcharse de allí. Iba saliendo, cuando le asaltó la duda de si Lafontaine estaba realmente muerto.

Así las cosas, decidió regresar. Con un fósforo encendido le revisó los ojos a la víctima pero, aunque estos no se movían, de todos modos decidió asegurarse, y le enterró una daga en el corazón. Estaba terminando dicha faena homicida, cuando alguien tocó la puerta. Con mucho sigilo se asomó, para descubrir que afuera había alguien preguntando por una dirección equivocada.

De vuelta al puerto

Al llegar al hotel, le anunció a su esposa que una vez más se trasladaban, ahora a Valparaíso. Esa misma noche, escribe Hirmas, y mientras ambos dormían, “el niño despierta sofocado. Mueve convulsivamente los bracitos. Hay indicios de asfixia”, por lo que no pueden viajar. A la mañana siguiente Dubois fue al centro, a comprar regalos. Con varios conocidos comentó el crimen de Lafontaine, que a ea hora ya era vox pópuli, cuando notó que alguien lo seguía. “Policía, deténgase”, le dijo un agente de la antigua Sección de Seguridad.

Dubois intentó protestar, que qué se creía y todo lo de rigor, pero el policía no cedió y se lo llevó a su cuartel. Allí se quejó con el jefe, argumentando que todo eso era un atropello. El jefe de la sección pidió explicaciones al oficial, quien le respondió que “el señor Dubois aparece como el más sospechoso en el crimen de Lafontaine. Varias personas respetables aseguran haberlo visto rondando por la oficina de la víctima. Otras le temen. Dicen que tiene mal genio. Esta mañana lo seguí y noté que en sus zapatos hay manchas de sangre”, relataba Hirmas.

No obstante, Dubois se defendió. Dijo que su hijo estaba enfermo y que la sangre era de un pollo, que su mujer había matado para hacerle caldo al niño. El hombre a cargo de la pesquisa le creyó y lo dejaron libre.

Nunca había estado tan cerca de caer, así es apenas salió de allí partieron a Valparaíso y, pesen  a que seguía su relación con Ursula, se fue a vivir solo, a una pensión en calle Cochrane, cercana a la bolsa de comercio, locación que no era casual. Comenzó a rondar el añoso edificio y a conocer quién era quién en el puerto. Gracias a ello, confeccionó una lista de médicos, abogados, corredores y comerciantes, pura gente de buena situación.

Al lado de cada nombre hay un relato de su físico, de sus andanzas, de la hora en que se retira de la oficina, de la hora en que se va a casa, de sus hábitos, de la fortuna que puede tener”, detallaría Hirmas.

Concluido ese trabajo, se cambió a a un hotel de calle Tivolá, pero aparentemente un nuevo amor (con una jovencita llamada Luisa) lo hace desistir de la idea de matar. De todos modos, decide usar su lista, y así es como comienza a visitar a todos quienes están en ella, pidiéndoles trabajo.

Nadie le concede un empleo, pero una parte de quienes conoció en esos lances mostraron su generosidad ante ese europeo de tan buenas formas sociales y tan mala fortuna, y le regalaron o prestaron algo de dinero, aunque, al mismo tiempo, hubo algunos que se negaron en redondo a ello y, no solo eso, se dieron cuenta de que había algo profundamente malvado en ese sujeto…

El primer crimen en Valparaíso  

Sin embargo, su nuevo proyecto amoroso fracasó y, quizá por eso, volvió a sus viejas andanzas. Revisando la lista, decidió un blanco que parecía simple: un comerciante de origen británico llamado Reinaldo Tillmanns, quien tenía un negocio en calle Blanco, y que siempre lo había tratado muy bien.

Aprovechando lo anterior, lo visitó, pero el saludo no tuvo nada de social. Por el contrario, señala Abraham Hirmas, lo que hizo allí fue otra cosa: “examina y anota la distribución de las secciones, estudia el lugar en que podrá ocultarse hasta el momento decisivo. En la noche, con un mapa sobre la mesa, planea el crimen minuto a minuto, segundo a segundo”.

La noche siguiente, el 4 de septiembre, vió cómo Tillmanns salía al correo, a eso de las 19 horas. Sabía que debe volver al negocio, así es que aprovechó el momento para introducirse al recinto, usando (para abrir la puerta) una llave tipo ganzúa que tenía. Tal como lo sospechaba, Tillmanns regresó luego. Apenas puso un pie en su negocio, Dubois saltó sobre él, asestándole una fuerte puñalada en el corazón.

La víctima pereció de inmediato. El asesino registró sus bolsillos, hallando la llave de la caja de seguridad. La abrió y nuevamente quedó decepcionado. Solo había 30 pesos en efectivo y algunos diamantes que Tillmanns usaba para cortar vidrio.

A la mañana siguiente, Dubois fue al lugar del crimen, mezclándose entre los curiosos que miraban desde la calle cómo trabajaba la policía. Le escucharon quejarse de la seguridad, de la delincuencia y de la policía, y decir “ya no se puede salir sin un revólver”.

Apenas se despejó un poco la turba y sºalió la policía, él entró a la casa, para dar el pésame. Más tarde, acudió al velorio y posteriormente al funeral.

El crimen del alemán

Como siempre, tras matar se cambió de pensión, esta vez a una ubicada en calle Cumming. Casi sin dinero, fue a una casa de empeños y a duras penas consiguió 50 pesos por el reloj Waltham de Lafontaine, usando el nombre de Luis Brihier. Una semana después, en el mismo sitio, empeñó los diamantes robados a Tillmanns.

Unos días después conoció al alemán Gustavo Titius, un empresario de la minería. Este le propuso explotar a medias las muestras falsas de un mineral no especificado que el francés le había llevado y que sabía que eran falsas. Titius le adelantó algún dinero a cambio de las ganancias futuras.

Sin embargo, su destino estaba ya escrito. Dubois sabía que al final su socio descubriría la falsedad de las muestras, así es que decidió matarlo y también robarlo, especialmente cuando supo, el 4 de octubre de 1905, que ese día el germano viajaría en tren a Limache, con el fin de pagar los sueldos a los empleados de una mina que poseía en dicha comuna. ¿El monto? Tres mil pesos en efectivo.

Con diversas estratagemas, consiguió que Titius finalmente no viajara y regresara a su oficina, donde el criminal lo estaba esperando, usando las llaves con ganzúa que tenía. Finalmente, la víctima llegó a eso de las 21 horas. Dubois se lanzó sobre ella, pero Titius lo alcanzó a ver y gritó su nombre, mas fue inútil. Varias puñaladas, por la espalda, le segaron la vida allí mismo.

Luego de aquello, recuerda Hirmas, “acomoda a Titius para dejarlo con los brazos en cruz. ¿Es acaso una superstición? ¿O es que, luego de despachar a su cliente al otro mundo, le estremece el espanto de su obra, y para aplacar la ira de Dios, deja al infortunado con los brazos haciendo la señal de la cruz?

Concluida la puesta en escena del asesinato roba los tres mil pesos, el reloj, los anillos y la billetera de la víctima.

Al día siguiente almorzó en un restorán de calle Yungay, donde todos estaban hablando del crimen. El, como siempre, dio su opinión sin tapujos de ningún tipo. Posteriormente, asistió como un doliente más al funeral del asesinado.

El crimen del francés

Lo único que Dubois no ejecutó del mismo modo que siempre, en aquella ocasión, fue el cambio de domicilio. Quizá, si hubiera seguido su tradición y se hubiera largado a otra ciudad, nunca lo habrían atrapado.

Lo concreto es que el dinero le duró unos seis meses. Estaba revisando su lista para buscar una nueva víctima cuando se cruzó con una perfecta en la calle. Se trataba de su compatriota Isidoro Challe, un francés que tenía una tienda en calle Condell. “Es uno de los tantos que lo vejaron y rebajaron cuando fue a pedirles dinero en sus horas difíciles”, detallaría Hirmas, para explicar la especial animadversión que Dubois sentía Challe, quien en alguna ocasión, cuando le fue a pedir dinero, le dijo que “da vergüenza que un hombre como usted, joven, robusto, con buenos brazos para trabajar, venga a pedir limosna”.

Lo acechó un par de noches, para determinar su rutina, y así fue como averiguó que varias veladas Challe iba a cenar al Club Francés y luego, a eso de medianoche, regresaba caminando hasta su casa, en el pasaje Ludford.

La tarde del 03 de abril de 1906 lo siguió desde su tienda a una pastelería. Ambos se encontraron adentro y se saludaron fríamente. Luego, Challe partió al Club Francés. Cerca de las 12 de la noche emprendió el regreso, pero Dubois lo esperaba hacía una media hora. Para introducirse a su casa había apagado un farol a gas de la calle (lo que fue advertido por un guardia municipal, sin que el hecho pasara a mayores) y se había agazapado detrás del portón. Unos metros más allá, dentro de la casa, dormían la esposa e hijos de su futura víctima.

Challe llegó a eso de las 12.10 del 04 de abril a su casa. Dubois le saltó encima, pero el primer cuchillazo falló y le penetró en la muñeca derecha, haciendo gritar a la víctima. Pese a ello, el asesino se preocupó de apuñalarlo cinco veces en el pecho, luego de lo cual huyó.

En el colmo de la desfachatez, al día siguiente, por la tarde, fue a la casa de Challe, simulando no saber qué había pasado, y pidiendo hablar con la víctima. Un hijo adolescente de este le dijo que su padre había sido asesinado y Dubois se mostró muy compungido. Por supuesto, asistió posteriormente al funeral.

Los anónimos

Envalentonado por haber matado a quien él considera que lo había maltratado, al día siguiente comenzó a planificar un nuevo crimen en contra de otro compatriota suyo que creía que lo había humillado:  Julio Duprés, quien llegó a echarlo de su tienda, en una ocasión en que le fue a pedir dinero.

Sin embargo, no quería que muriera sin antes sentir miedo, así es le mandó un primer anónimo: “En bien de usted y de su familia, vengo a abrirle los ojos para evitar una gran desgracia. Sé de un modo seguro que los cómplices del asesinato de monsiú Chal han acordado matarle a usted cuando entre por la noche a su casa en el caso de seguir alludando a la polisía”.

Debajo del texto figuraba un dibujo, hecho con una gruesa tinta: una cruz.

Su víctima, por cierto, se asustó, pero tomó medidas y “desde ese día Julio Duprés no sale sin su revólver al cinto, no habla con desconocidos, desconfía de sus empleados, no asiste a juergas ni fiestas sociales, se recoge temprano, asegura bien las puertas y ventanas, y le paga a un guardaespaldas”, precisaría Hirmas.

Mientras seguía mandando anónimos a Duprés, un par de semanas después acudió al negocio de Challe, donde escuchó que la viuda le decía a uno de sus hijos “ese es el asesino de tu padre”.

La víctima final

Una vez que se gastó todo el dinero que la quedaba, revisó de nuevo su lista y encontró a un dentista, el estadounidense Charles Davies, de 70 años, que vivía solo en el segundo piso de una juguetería de la plaza Aníbal Pinto.

Como en una película de asesinos en serie se vistió con sus mejores ropas para ir a matar. Así lo describió el periodista Hirmas: “Dubois se prepara para el asalto. Se pone su elegante levita como para una fiesta, se alisa los mostachos, se recorta y peina la barba”.

Era el 2 de junio de 1906 y, de acuerdo con la información que Dubois manejaba, el odontólogo debía estar fuera de su casa a eso de las 19.30, gracias a lo cual él podría ingresar usando las llaves maestras que poseía.

Así las cosas, llegó hasta el lugar y comenzó a tratar de abrir, pero tuvo que probar varias llaves, pues ninguna parecía funcionar. Para peor, no sabía que la víctima estaba dentro del lugar y no solo eso: había escuchado cómo alguien intentaba meterse en su casa.

De ese modo, cuando Dubois entró, fue esta vez él el agredido, ya que Davies era un hombre aún muy fuerte y atlético aún y se lanzó en su contra. El intruso logró derribarlo con un golpe de laque en la cabeza y de inmediato escapó, pero tras algunos segundos de aturdimiento, Davies se recuperó y logró avisarle a un guardia municipal, que inició una persecución de varias cuadras en contra de Dubois quien, a medida que corría, se desprendía de todos sus elementos delictivos: un laque, las llaves falsas, una linterna y un pañuelo ensangrentado.

Finalmente, fue atrapado y luego de ello su pensión allanada. Allí encontraron otros tres laques, su lista de víctimas (con el nombre de Tillmanns tachado con una cruz), el reloj Waltham de Lafontaine y el recibo por los diamantes empeñados.

En el malecón, en tanto, encontraron la daga que usaba, la cual poseía una cacha de mármol, así como el laque y las llaves.

Al día siguiente Dubois compareció ante el jue del crimen de turno, Santiago Santa Cruz. Confiado en sí mismo, le dijo que todo era al revés: que él era la víctima y que el victimario era Davies, repitiendo además aquello de que estaba indignado, que todo eso era un ultraje, que él era un hombre de bien y todo aquello.

El juez lo escuchó hasta que terminó. Luego de ello, vació una caja sobre la mesa, con todas las evidencias, y ordenó el procesamiento de Dubois.

El 06 de agosto de 1906, cuando ya llevaba varios meses presos, los reos de la cárcel vieron una evidente oportunidad de fugarse, pero le pidieron a Dubois que, como una suerte de líder natural, los guiara. Ante ello, se puso un poncho y un sombrero, y se disponía a salir, cuando un grupo de gendarmes los enfrentó, matando a uno de los presos, Inocencio del Campo.

Finalmente, el 04 enero de 1907, el juez lo condenó a muerte.

Ante la enorme cantidad de evidencia, el abogado que lo defendía no encontró nada mejor, en su apelación, que aseverar que su cliente se encontraba enfermo mentalmente y que como tal, no podía ser fusilado.

Dubois se encabritó cuando supo de aquello. Despidió al abogado y pidió asumir su propia defensa, lo que le fue concedido. De ese modo, dijo que era un hombre honrado, que había sido torturado por la policía, que el reloj era suyo y lo había comprado en Panamá, que los diamantes de Tillmanns los había comprado en el malecón, que Davies era un trastornado, que todo era un error, una coincidencia lamentable, que los elementos hallados en el malecón no eran de él, etc.

Nadie le creyó y se fijó como fecha para la ejecución el 26 de marzo de 1907. Ese día, luego de ser llevado al paredón, gritó a los gendarmes “¡Apunten bien!”, antes de que estos dispararan.